Escribe Osiris Alonso D’Amomio
Internacionales, especial
para JorgeAsisDigital.com
Desgracia rusa
Al recurrir a Aleksandr Lukashenko, presidente eterno de Bielorrusia, Vladimir Putin concedió.
Lukashenko debía resolver la insurrección de Yevgueni Prigozhin, el patrón del Grupo Wagner.
Interpretación inaceptable. Aunque la rebelión haya sido frustrada. Menos que derrotada.
La intermediación de Lukashenko lo instala a Prigozhin casi como un par de Putin.
Lo raspó, lo afectó, lo desprestigió. Tanto como los desaciertos de la guerra equivocada con Ucrania.
Putin aún mantiene estrictamente controlados los resortes del poder.
Pero por la cultura histórica de Rusia se le asoma, en efecto, la noche.
El ocaso de los dioses
El Grupo Wagner de temibles mercenarios es conducido por Prigozhin. Un producto natural del sistema Putin.
Se trata del oligarca ultranacionalista que hizo fortuna por sus vínculos prebendarios con el Estado.
Pero se pintó la cara contra Putin. En vez de concluir envenenado, Prigozhin concluye la chirinada con su exilio en Minsk, capital de la Bielorrusia del réprobo Lukashenko, un bárbaro para la Europa recatada.
Lukashenko es Licenciado en Historia y gobierna desde 1994, sostenido hasta aquí por Putin, su protector.
Aunque el Grupo Wagner fue inventado por Dmitri Utkin. Otro ruso tan ultranacionalista como Prigozhin, pero que proclama con orgullo su condición de neonazi.
Utkin es ahora un mercenario básico de Prigozhin. Es quien le puso Wagner al grupo inicial de asesinos profesionales que fueron al frente para combatir a los caucásicos de Chechenia.
Utkin lo llamó Wagner en honor de Richard Wagner, el clásico director de orquesta del siglo XIX. Pasó a la tristeza de la historia por ser el músico preferido de Adolf Hitler.
Cabe consignar que Woody Allen detestaba escuchar los estrépitos musicales de Wagner. Le producían deseos de invadir Polonia.
Así fuera la ópera Tristán e Isolda, Parsifal o El ocaso de los Dioses.
El cocinero del Zar
Después de tantas guerras -dos mundiales (y una tercera por despuntar)- costaba encontrar en Rusia patriotas dispuestos a “morir por las ideas”, como cantó el trovador Georges Brassens.
O morir por la patria, como los casi olvidados soldados y aviadores argentinos que sucumbieron en Malvinas.
De pronto comenzó a imponerse la moda de los grupos paramilitares. A los que había recurrido Iósif Stalin, antecedente superior de Putin.
Pero Prigozhin no es un oligarca elemental como los psicobolches que se enriquecieron con el desmembramiento de la “gloriosa” Unión Soviética.
Con franquicias en el universo entero. Donde se volvieron repentinamente millonarios varios testaferros regionales.
Tenían a su nombre campos, acciones en empresas capitalistas, estancias para entrenamientos, fábricas para mezclarse con la burguesía y financiar revolucionarios.
Ocurrió también en Argentina. Una pena que ya no esté Isidoro Gilbert para investigarlo (ver “El oro de Moscú”, Sudamericana).
El despojo en Rusia y las “repúblicas socialistas soviéticas” fue devastador. Energía, armamento, reservas, tierras.
Prigozhin no tiene la categoría oligárquica de Abramovich, o del posteriormente desdichado Berezovski.
Es oligarca por su amistad con Putin. La magnitud de la traición es entonces más intensa.
Supo cotizar su catering cautivo para los ágapes menos memorables del Kremlin. O para suministrar las viandas para cientos de miles de soldados.
Son los privilegios que legitiman el apodo. “El cocinero de Putin”.
La categoría de cocinero contenía un prestigio superior de lealtad. Protegía al Zar del riesgo de envenenamiento (ver “La corte del Zar rojo”, de Simon Sebag Montefiore, Crítica).
Consta que Putin se jacta de que su padre había cocinado para el camarada Lenin (al cierre del despacho el dato no se pudo corroborar).
La excursión a Ucrania
Desde que San Petersburgo era Leningrado que Putin y Prigozhin eran cercanos.
Y cuando se hizo cargo del Grupo Wagner, Prigozhin ya era el portador de la máxima confianza del Zar.
Paulatinamente, por sus contratados asesinos, Prigozhin se transformó en el instrumento ideal para aplicar con eficacia los operativos más roñosos de la real politik.
Sirvió a Putin tanto en Siria como en Crimea. Pero por cuenta propia supo facturar servicios de sangre en miserables países potencialmente ricos de África.
Con diamantes como en la República Centroafricana. O para proteger las minas de oro del pobrísimo Sudán.
Hasta se dedicó a resolver litigios en el Sahel, donde imperaba el pudor tradicional de los franceses para asesinar con honorabilidad.
El sexagenario Prigozhin alcanzó el cenit de su influencia en el septuagenario Putin con la desacertada invasión de Ucrania.
Aquí el Wagner fue enviado al frente con la certeza estrafalaria de definir un conflicto breve, y sin siquiera depender del Ministerio de Defensa.
Como para marcarle la cancha a la OTAN -el feudo europeo de Estados Unidos-, Putin se propuso asfixiar a los países dependientes, en gran parte, del gas ruso.
La demora de Putin en celebrar la victoria coincide con la declinación de su prestigio. De ningún modo implica la pérdida del poder.
Pero el amigo Prigozhin finalmente fue menos eficaz de lo que Putin suponía.
El método para captar patriotas era poco innovador. A falta de mercenarios profesionales, supo captar terribles delincuentes por causas comunes, alojados en las superpobladas mazmorras de Rusia.
La oferta era tentadora. Libertad en seis meses de servicio a tres mil dólares mensuales.
Para ser utilizados como “carne de cañón”. Si sobrevivían, podían volver tranquilos a delinquir.
Suficiente con los seis meses porque Putin calculaba que la excursión a Ucrania iba a durar mucho menos.
Pero pasó un año y medio largo y los asesinos de Wagner que sobrevivieron hicieron demasiados estragos en ciudades destrozadas. Devastaron y violaron a canilla libre.
Tampoco supo Putin controlar lo que obsesionaba a Stalin. La conducción estricta del destino de los fierros.
Incentivaba el enfrentamiento interno entre los distintos polos de poder. La FSB (ex KGB) con la Inteligencia Militar (GRU).
O al paramilitar Prigozhin con el ministro de Defensa, Serguei Shoigú, y con el titular del Estado Mayor, Valeri Guerásimov, del Ejército que ya no era Rojo.
Los fracasos simulados del Grupo Wagner en el escenario de las batallas fueron complementados por sus cuestionamientos hacia la estrategia militar.
Ya no solo Prigozhin cuestiona ahora al ministro Shoigú o al comandante Guerásimov. Impugna también a Putin.
De pronto Prigozhin descubrió su atractivo mediático como Berni y hasta produjo un vídeo crítico en el campo de batalla, rodeado de cadáveres de su escudería.
Para denunciar el escamoteo de las municiones. Y por engañar al pueblo ruso con mentiras infamantes y triunfos imaginarios.
Prigozhin exigía fierros que ya no salían con autorización de Shoigú. Ni de Putin.
Los fierros escaseaban y Prigozhin tenía a sus profesionales de la muerte a merced de la contraofensiva ucraniana, pertrechada por los fierros sofisticados que aportaba la “solidaria” OTAN.
La cara pintada
Entonces Prigozhin se pintó simbólicamente la cara como Rico y decidió desde Ucrania marchar sobre Moscú.
Con el demencial propósito de derrocar al viejo amigo espía de San Petersburgo.
Sin resistencias, el Wagner copó Rostov, ciudad de apenas un millón de habitantes. Fue victoreado.
Y es exactamente aquí donde dudan los que siguen detalladamente el conflicto.
¿Creía Prigozhin que muchos generales se le iban a anexar en la insurrección?
Tampoco aparecieron los apoyos de los oligarcas temerosos de ser fulminados con el té mágico.
Mientras Prigozhin alardeaba con tomar Moscú, Putin lo tildaba, desde la tele, como golpista y traidor. Y en simultáneo hegemonizaba todos los botones.
Para que lo volvieran a respetar -y no solo a temer-, Putin debía al menos fusilar a Prigozhin.
La causa estaba perdida, «el cocinero del Zar» reclamaba el perdón y la libertad para los profesionales de la muerte que lo acompañaron.
Se temía otra guerra pero civil. Hasta que intervino el oportuno salvador. Lukashenko, el dictador subestimado. El mediador que crecía en consideración entre los aterrados.
Exilio en Minsk para Prigozhin y alivio transitorio para Putin.
Como profesional de inteligencia, y conocedor de la historia de Rusia, Putin debiera percibir que se le asoma, imperturbablemente, junto a la derrota, la noche.
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