Ya está, otra vez. Agosto, tedio, calorón, vacío de noticias, y el fútbol al rescate. Un asunto de fondo planetario de pronto nos sacude: el Fútbol Club Barcelona y Lionel Messi no van a firmar otro contrato de trabajo ultra-súper-mega millonario. Los medios enloquecen, cuentan lo que no saben, especulan. Millones y millones comentamos –al fin y al cabo, se trata de millones.
Estamos habituados. Cada verano, en estos países ricos, la pelota se para tres o cuatro semanas y sus medios sufren. Esos medios son la medida real del peso del fútbol en nuestras sociedades: ninguna otra actividad tiene, como ésta aquí y ahora, cuatro diarios –cuatro periódicos impresos cotidianos– dedicados a relatarla o suponerla.
Cada verano, en estos países ricos, esos medios del fútbol, como no tienen fútbol, tienen la solución: hablan de plata. Todo el año hablan de plata, pero cada verano solo hablan de plata. Cada verano la noticia son esas compraventas –comprar personas, vender personas, personas que solo quieren que las compren y las vendan– que suponen muchos más millones que los que ninguno de nosotros verá nunca en su vida, muchos más que los que se precisan para solucionar tantos problemas. No son noticias, porque serían muy pocas: son rumores. Desafiando cualquier razón del periodismo, los medios peloteros publican todo tipo de bulos de millones, bolazos de millones, inventos de millones, más y más millones, pornografía de millones, y el espectáculo más mirado y más opaco del mundo sigue echándose barro, y la fascinación por la riqueza de unos muchachos pedilistos sigue actuando.
Actúa con tantos, a todos los niveles, pero mucho más –faltaba más– con los más caros. Messi, por supuesto. Ya el año pasado nos dio el verano con sus historias de burofax y fuga –que terminaron en una temporada más, más bien mediocre. Messi todavía no es un ex futbolista pero ya es un ex Messi. Y ahora de nuevo: esta mañana los medios del mundo rebosan de relatos de contrato que sí, contrato que no, rumores, más rumores, problemas de un señor muy rico y muy famoso, tonterías.
Todos hablan, nadie dice nada –porque nadie sabe qué pasó. Lo único cierto es que nunca sabemos qué es cierto: nos cuentan trolas y más trolas y sin embargo las escuchamos las leemos las repetimos como si nos importaran y supiéramos algo; nos engañan, sabemos que nos engañan y nos gusta. Cualquier parecido con el mundo real es puro parecido con el mundo real.
No sabemos. Todavía planea por los aires la sospecha de que sería un farol: que alguna de las partes está mintiendo para ver si convence a la otra de algo. Si es un farol nosotros somos las polillas, bichitos de la luz: nos necesitan volando alrededor para que el truco marche. El mecanismo es conocido: alguna de las partes –Messi el año pasado, el Barcelona este– lanza una amenaza, un ultimátum, para que el otro ceda algo; si quieren que funcione necesitan la repercusión pública, la avalancha de notas en los medios, la zozobra y temor y júbilo y tristeza de los millones que miramos el espectáculo de los millones con la boca abierta, con la mente cerrada, con esta necedad que ellos precisan.
Nos necesitan, nos usan, nos inventan. Es lo habitual, pero hoy se han superado: durante meses dijeron –el Barcelona dijo, Messi dijo, los medios dijeron– que tenían todo arreglado y, de pronto, el Barcelona dice que no lo puede hacer por problemas legales. ¿De verdad habría que creer que no habían calculado si la solución que habían montado era legal? ¿No habían hecho las cuentas? Es idiota, pero nos toman por idiotas. En eso consiste, al fin y al cabo, el fútbol: en hacerse el idiota, en permitirse la idiotez de sentir que el recorrido de esa pelota importa, que te importa y me importa, que es importante, que si entra o no entra nos importa a todos. Está bien, se disfruta, lo hacemos: nos gusta, cada tanto, hacernos los idiotas, dejar correr la baba. Lo que no es tan agradable es que nos lo refrieguen otros en la cara.
Para eso, parece, sirve el fútbol. A mí el fútbol me tiene un poco harto, pero el espectáculo del dinero que baila alrededor del fútbol me tiene muy asqueado. Digo: ojalá el fútbol fuera un juego. Ojalá ningún jugador de fútbol pudiera –por esas mismas leyes– ganar más que un buen médico o un juez de verdad. Ojalá ni siquiera un futbolista se atreviera a salir a la calle con un coche de medio millón –porque sería legal quemárselo. Ojalá se casaran con mujeres normales. Ojalá no supiéramos con quiénes se casaban. Ojalá los chicos pobres de los países pobres no quisieran parecerse a ellos. Ojalá «el éxito” consistiera en otras cosas. Ojalá pudiéramos pensar más en otras cosas. Ojalá yo no escriba más de esto.
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